ARMANDO BARTRA
Este artículo escrito por Armando Bartra, ruralista y agrarista, y por opción política, campesino. Nos invita a pensar ¿qué es ser campesino? En medio de la crisis mundial y la expansión mundial del capitalismo en el campo, nos dice que ser campesino es un propuesta política de resistencia y transformación, es un sujeto político, es un proyecto político de primer talante para cambiar el mundo.
Clases: concepto en crisis
El enconado debate sobre la pertinencia de conceptos como clase, movimiento, sujeto, actor se dio en medio de una crisis de paradigmas: desde mediados del pasado siglo las magnas narrativas y los protagonismos históricos de gran calado eran paulatinamente desertados por no dar razón del mundo realmente existente. En la izquierda naufragó, entre otros, el dogma de que cursábamos la transición global del capitalismo al socialismo y que el proletariado era la clase anfitriona del nuevo orden.
Pero el descrédito de estas visiones de futuro es parte de una debacle todavía mayor: la del determinismo histórico unilineal y providencialista. Un mito ideológico compartido por los creyentes del telos del Progreso, tanto en versión capitalista: un reino futuro de opulencia con libertad individual, como en versión socialista: un reino futuro de opulencia con equidad social. Y cuando las prospectivas fatales, los futuros prepagados, las clases elegidas y los cheques posdatados a cuenta de bienestar se desacreditan, caen en desgracia también los histrionismos estelares y los grandes discursos históricos, ahora calificados de vaguedades, abstracciones ideológicas, conceptos vacuos, disquisiciones metafísicas.
Extravío mayor en el naufrágio del providencialismo y del determinismo economicista, fue el concepto de clase social. Y es que la categoría se había empobrecido lastimosamente quedando reducida a una suerte de cajonera construida a partir de la llamada base económica, clasificatoria que servía para encasillar individuos, que de esta manera aparecían como predestinados.
Sin embargo, aunque ciertas lecturas de El capital, de Carlos Marx, puedan sugerir lo contrario, para el marxismo auténtico las clases sociales no son adscripciones fatales ni efecto automático de la reproducción del modo de producir, sino resultado de la práctica histórica de ciertas colectividades, del accionar de subjetividades que son libres aun si su libertad se ejerce siempre en el marco de una circunstancia que heredaron y es por tanto una libertad socio económicamente ubicada. Dicho de otra manera: las clases son a la vez constituidas por y constituyentes de las relaciones sociales, de modo que la proverbial lucha de clases no resulta de la existencia previa de estas sino que es el proceso por el que las clases se conforman y ocasionalmente se desbalagan.
Hace medio siglo, cuando aun eran pocos quienes se desmarcaban del concepto clase por su presunto reduccionismo, escribió el historiador Edward Thompson, que era marxista más no esquemático: “La clase aparece cuando algunos hombres, como resultado de sus experiencias comunes (…) sienten y articulan la identidad de sus intereses (…) La conciencia de clase es la manera en que se traducen estas experiencias en términos culturales, encarnándose en tradiciones, sistemas de valores, ideas” (Thompson: 8).
Y no es casual que Thompson sea historiador, porque las clases se conforman políticamente en largos procesos históricos y se aprehenden intelectualmente a través de abordajes historiográficos. Sin duda las clases tienen efectos sociales, políticos, antropológicos, sicológicos y lingüísticos, entre otros, y dejan huellas rastreables por las disciplinas que de estos ámbitos de ocupan, pero la clave de su existencia no está en la reproducción espacial de tales o cuales estructuras, sino en el despliegue temporal de las subjetividades.
Antes de su descrédito conceptual, la lectura de la historia que enfatizaba el protagonismo de las clases, no por ello soslayaba la existencia de movimientos multiclasistas o transclasistas: acciones colectivas convergentes desplegadas por personas insertas en relaciones socio económicas heterogéneas, que sin embargo son capaces de conformar sujetos colectivos cohesionados y con visión de futuro (por ejemplo, los nacionalismos y las religiones, como palanca de movilización social), entidades que en protagonismo histórico nada tienen que pedirle a los sujetos clasistas.
En este contexto, la crítica a las tentaciones reduccionistas y la postulación de un repertorio de movimientos y actores de diferente calibre y más comprensivo que el de las clases canónicas, hubiera sido un avance neto en el pensamiento social. Lástima que en el camino se perdieran ciertas dimensiones que siendo consustanciales a las clases ya no lo son a los actores debutantes.
En su concepto clásico, las clases son entes globales aun si se actualizan en escala nacional, regional y local. Podríamos decir, parafraseando a Immanuel Wallerstein, que por su contenido las clases de un sistema-mundo como el capitalista, son clases-mundo. Las clases son también entes históricos, no sólo como producto de un más o menos prolongado devenir, sino como gestoras de futuro. Y la historia que construyen -aun si a veces los resultados discrepan de los propósitos pues, ya lo sabía Sartre, están marcados por la contrafinalidad- es por su perspectiva una historia mundial, como lo es el sistema en que se gestan.
Globalidad e historicidad de las clases que no se reducen a un deber ser, a un postulado puramente deductivo, pues las sucesivas globalizaciones intensificaron sobremanera los flujos materiales y espirituales que recorren el planeta, mundializando al capital pero también estrechando los lazos de unión entre los subalternos y dándole sustancia a la mundialización desde abajo. Así, el XIX y el XX fueron siglos de organismos hegemónicos multilaterales globales, pero también de internacionalismos contestatarios: internacionales obreras, ácratas, socialistas, socialdemócratas, socialcristianas, de mujeres, de pacifistas, de estudiantes.
Es claro también que los movimientos transclasistas que responden a agravios profundos o amenazas graves, tales como la resistencia al orden patriarcal, a la acción ecocida de la industrialización y la urbanización, a la emergencia del fascismo, al sometimiento colonial, a la amenaza de guerra, a la erosión del mundo campesino, a la opresión sobre los pueblos originarios, entre otras causas, conforman actores globales e históricos como las coaliciones antiimperialistas, los frentes populares antifascistas, las internacionales feministas, el pacifismo, el ambientalismo y convergencias más recientes como La vía campesina o el Foro Social Mundial.
Y si hay sujetos históricos de peso completo, más vale no perderlos de vista. La debilidad de los estudios académicos que adoptan la perspectiva del actor, privilegian el análisis de los nuevos movimientos, enfatizan la dimensión territorial y tratan de aprehender las identidades, no radica entonces en que visibilicen el transcurrir local de la vida cotidiana, las acciones de colectividades cuyos miembros conviven es espacios sociales acotados, la producción material y la simbólica, los agravios y resistencias territorializadas, las pequeñas historias que se niegan a diluirse en la grande. El riesgo está en que el énfasis en las subjetividades y protagonismos locales haga borrosas a las clases y otros actores históricos y globales, agentes de gran calado cuya existencia es -entre otras cosas- resultado de estos múltiples microprocesos sociales, a los que a su vez retroalimenta. El peligro está en que al centrar la atención en las pequeñas identidades se deje de lado su adscripción a identidades de mayor escala, en que los escenarios territorializados del acontecer cotidiano obscurezcan el transcurrir estructural y sistémico del que forman parte, en que la cuenta corta sustituya a la cuenta larga y las efemérides suplanten a la historia.
Y esto no se evita tendiendo lazos a lo global entendido como contexto y echando vistazos a la historia reducida a antecedentes, sino recuperando una visión comprensiva de lo social; restableciendo un enfoque que -así sea de manera implícita- tenga siempre presente lo macrosistémico; restaurando la perspectiva totalizadora e histórica que se nos fue al drenaje a resultas del por demás plausible acabose de las metafísicas ideológicas del siglo XIX y el XX.
Los campesinos como clase
Para quienes hemos elegido el mundo rural como tema predilecto y a los pequeños productores agrícolas como apuesta, sería pérdida grande el abandono del enfoque de clase y la renuncia a su necesaria puesta al día, porque los ya añejos esfuerzos por darle contenido al concepto clase campesina reverdecieron el reseco clasismo de manual.
Por muchas razones resultó innovador ese ajetreo intelectual, entre ellas porque mientras que burguesía y proletariado podían deducirse de una matriz económica simple, los campesinos se sustentan en una base compleja y mudable, de modo que la diversidad les resulta estructuralmente consustancial. Así las cosas la unidad clasista del campesinado no es nunca algo dado, sino resultado -posible más no cierto- de un proceso de convergencia, saldo de la siempre provisional unidad de una diversidad que jamás cede del todo y más bien se reproduce y profundiza. Otra diferencia sustantiva en el carácter de las diferentes clases es que el proletariado y la burguesía son centrales mientras que los campesinos se ubican en los márgenes, son periféricos. Además de que, a diferencia de los proletarios, los rústicos nunca han sido vistos como predestinados a ser los salvadores de la humanidad sino más bien como anacrónicos y prescindibles, de modo que han tenido que terquear para ganarse un lugar en el futuro. Por si esto fuera poco, las clases canónicas lo son de la modernidad mientras que, en cuanto a sus raíces, el campesinado aparece como premoderno. Finalmente, del proletariado se dice que es una clase progresista que mira al porvenir y abomina del pasado -al que juzga infame prehistoria- mientras los campesinos son de algún modo conservadores, pues añoran el pasado, dudan del progreso y no fetichizan el porvenir. Resumiendo: los proletarios van en pos de una utopia racional mientras que los campesinos y los indios persiguen un mito… Mito que es también utopía, pues para ellos la preservación del pasado y la construcción del futuro -que representan valores distintos pero no jerárquicos- son igualmente vinculantes.
Conclusión insoslayable de todo lo anterior es que si nosotros queremos pensar a los campesinos como clase -a ellos les da igual pues ya tienen suficiente con tratar de pensarse como campesinos- tenemos que flexibilizar y enriquecer la categoría misma de clase social. Y si resulta que pese al reacomodo conceptual de plano los rústicos rasos no caben, pues lástima por el concepto.
La palabra campesino designa una forma de producir, una sociabilidad, una cultura pero ante todo designa un jugador de ligas mayores, un embarnecido sujeto social que se ha ganado a pulso su lugar en la historia. Ser campesino es muchas cosas pero ante todo es pertenecer a una clase: ocupar un lugar específico en el orden económico, confrontar predadores semejantes, compartir un pasado trágico y glorioso, participar de un proyecto común.
En especial esto último: participar de un sueño, compartir un mito y una utopía. Porque ser campesino en sentido clasista no es fatalidad económica sino elección política, voluntad común, apuesta de futuro. Los campesinos no nacen campesinos, se hacen campesinos: se inventan a sí mismos como actores colectivos en el curso de su hacer, en el movimiento que los convoca, en la acción que ratifica una campesinidad siempre en obra negra.
Por si quedara duda de que la condición campesina no se agota en un modo de producir y de convivir, una de las organizaciones latinoamericanas más representativas del campesinado como clase, el brasileño Movimiento de los Sin Tierra (MST), está compuesta principalmente por marginados urbanos y rurales que quieren ser campesinos y han decidido luchar por ello. No es por lo que son en términos económicos y sociales, sino por lo que han elegido ser, que los Sin Tierra, marchan en la avanzada del movimiento campesino mundial.
Y si algunos se autonombran campesinos sin serlo todavía, a otros que lo son desde hace rato les cuesta trabajo adoptar el apelativo. Hasta hace poco, los 200 o 300 mil agricultores familiares argentinos se definían como pequeños productores rurales que, según esto, sólo se distinguían de los agroempresarios por el tamaño. Más aun, se molestaban si alguien los llamaba campesinos: especie rústica propia de otros países latinoamericanos, que no del suyo. Hizo falta una nueva ofensiva expropiadora emprendida por el agronegocio; fueron necesarias heroicas luchas en defensa de la tierra, como la de Santiago del Estero a fines de los ochenta del siglo pasado; hubo que esperar a que se fueran conformando numerosas organizaciones locales, regionales y provinciales que en 2005 se integraron en el Movimiento Nacional Campesino Indígena, para que la palabra campesino pasara de sinónimo de torpeza tecnológica y rudeza societaria, a motivo de orgullo. Y es que pequeño productor hace referencia a una escala y agricultura familiar a una economía, mientras que campesino designa un ethos y una clase, de modo que reconocerse campesino es el primer paso en el camino de reafirmar una específica socialidad y -eventualmente- conformar un sujeto colectivo de primera división.
No todos los movimientos sociales son clasistas, pero todos los movimientos clasistas de la modernidad son globales como lo es el orden inhóspito en que se gestan. Y global es, desde hace mucho, la clase campesina que tachonó el siglo XX de revoluciones agrarias.
Siempre acosados por un orden fiero que quiere acabar con ellos, los campesinos se organizan para resistir. En la base están la familia y la comunidad, que en un mundo hostil devienen trinchera y parapeto, pero sobre ellas se edifican organizaciones de los más diversos talantes y propósitos, acuerpamientos que pueden ser étnicos, económicos, sociales o políticos; locales, regionales, nacionales o internacionales; puramente defensivos o de plano altermundistas.
Organización rural es ante todo convivencia, encuentro de diversos con unidad de propósito y capacidad de concebir y realizar proyectos compartidos. La organización radica en la voluntad colectiva no en el aparato. Institucionalidad societaria o Estatal que no sale sobrando pero es instrumental y puede convertirse en fuente de inercias burocráticas en cuanto deja de animarla el espíritu colectivo.
Diversos sus paisajes, diversas sus culturas, diverso su talante; cada vez más multiusos y más migrantes pero no por ello menos apegados a la tierra y a una costumbre que cambia para permanecer los campesinos no son retazos del pasado, no son pedacería descontinuada en un cajón de sastre, son -siguen siendo- una voluntad colectiva, una clase en vilo, un actor social en perpetua articulación desarticulación, un sujeto histórico que como pocos tiene pasado y que aspira a tener también futuro.
“Saber cuando este modo de vida (que son los campesinos) puede dar origen a una clase -escribe Teodor Shanin-, es una cuestión que depende de las condiciones históricas. Podemos responder a eso si analizamos las circunstancias y verificamos que ellos luchan o no luchan por sus intereses, entonces sabremos si son una clase o no. Pero en todos los casos, cuando lucha y cuando no lucha, el campesinado es un modo de vida, y eso es esencial para comprender su naturaleza” (Shanin: 37).
De ethos a clase
En un simposio reciente que tuvo lugar en Brasil, le pidieron a Teodor Shanin su definición de campesino, a lo que el autor de libros clásicos sobre el tema respondió, citando a su maestro el antropólogo chino Fei Hsiao-Tung, “campesinado es un modo de vida” (Shanin: 37). Y continuó: “El campesinado nunca es como su modelo. El modelo es una cosa y la realidad otra” (Ibid: 34). Luego desarrolló el concepto. “Una de las características principales del campesinado -dijo- es el hecho de que corresponde a un modo de vida, una combinación de varios elementos. Solamente si comprendemos que se trata de una combinación de elementos y no de algo sólido y absoluto, es que comenzaremos a entender realmente lo que es. Porque, si buscamos una realidad fija, no la vamos a encontrar en el campesinado” (Ibidem). “Hace años, cuando era joven y bello, -rememoró con humor e ironía el célebre académico de la Universidad de Moscú- había argumentos fuertes sosteniendo que los campesinos eran diversificados, mientras que el proletariado era único y por eso era revolucionario” (Ibidem).
Es obvio que el joven Shanin no estaba de acuerdo con esa tesis, ni lo está ahora, entre otras cosas porque tampoco el proletariado es homogéneo. Pero lo cierto es que la pluralidad de talantes de los rústicos es extrema. Y, pienso yo, precisamente en esa diversidad radica su fuerza. No sólo su fuerza, también su condición contestataria y su ánimo subversivo.
Evidencia mayor de su vigor, es la tozuda persistencia histórica que han mostrado los labriegos. Desde que el sedentarismo se impuso a la trashumancia, en todos los tiempos y sistemas sociales hubo comunidades rurales marcadamente cohesivas y sustentadas en la agricultura familiar; formas de vida nunca dominantes pero que han sido tributarias y soporte de los más diversos modos de producción.
Esta pasmosa perseverancia proviene de la plasticidad de los rústicos rasos, de su capacidad para mudar de estrategia, que les permite sobreponerse a las peores turbulencias ambientales y societarias. Pero viene también de que madre natura cría campesinos arropando y premiando con sus frutos a quienes le hallaron el modo. Y de esta manera induce la reproducción y permanencia de un ethos que de antiguo aprendió a convivir en tensa, turbulenta e inestable armonía con su medio natural. Y digo tensa, turbulenta e inestable-con riesgo de incurrir en lo “políticamente incorrecto”- porque la interacción del hombre con la naturaleza no es baile de salón sino confrontación ríspida, a veces sangrienta y con frecuencia letal que en su significado simbólico representa mejor el ancestral rito de la tauromaquia que el nado con delfines y los paseos con mariposas del ecologismo de cuento de hadas.
Había campesinos en las culturas mesoamericanas y andinas anteriores a la conquista y hoy sigue habiéndolos. Hay sin embargo diferencias de calidad en las modalidades de su permanencia. Las líneas de continuidad del ethos campesino pueden seguirse hasta muy atrás en el tiempo pues dan cuenta de una socialidad inmanente de larga duración, pero los rasgos impuestos por su inserción en los sistemas mayores cambian con la mudanza de estos sistemas. No es lo mismo que se apropien de tu excedente económico los grupos guerreros y sacerdotales dominantes de un orden despótico tributario, que ceder tu plustrabajo a través de un intercambio desigual de carácter mercantil propio del capitalismo. Y si las clases se definen no cada una en si misma, sino como sistemas de clases más o menos contrapuestas que se reproducen dentro de un determinado orden social, el campesinado moderno es una clase del capitalismo, lo que no obsta para que tenga la profundidad histórica que le otorga su milenario ethos. Ventajas de tener un origen precapitalista.
Así como los labriegos cambian de rostro para persistir en el tiempo, así son diversos en el espacio. En una misma época y hasta en un mismo país o región, coexisten las más variadas formas de ser campesino, en una diversidad que lo es de actividades productivas, pero también de escala, de inserción en el sistema mayor, de sociabilidad, de cultura.
En el sentido económico del término, tan campesino es el agricultor mercantil pequeño o mediano que siembra granos en tierras de riego o de temporal; como el milpero de autoconsumo que también trabaja a jornal para sufragar sus gastos monetarios; o el productor más o menos especializado que cultiva caña, café, piña, ahuacate, tabaco u otros frutos destinados básicamente al mercado. Son campesinos quienes viven del bosque o de la pesca, quienes recolectan candelilla, quienes cosechan miel, quienes destilan mezcal artesanal, quienes pastorean cabras o borregas, quienes ordeñan vacas y crían becerros. El campesino puede producir granos, hortalizas, frutas, flores, plantas de ornato, madera, resina, fibras, carne, leche, huevos; pero también quesos, aguardientes, conservas, embutidos, carnes secas, tejidos y bordados, loza tradicional, persianas de carrizo, escobas y escobetas… Es campesino el que tiene cien hectáreas, el que sólo dispone de algunos surcos o el que para sembrar arrienda tierras o las toma en aparcería. Pero, además, hay variedad dentro de una misma familia, de modo que por lo general el ingreso doméstico campesino tiene muchos componentes: bienes y servicios de autoconsumo; pagos por venta de productos agrícolas o artesanales; utilidades del pequeño comercio; retribuciones por prestación de servicios; salarios devengados en la localidad, en la región, en el país o en el extranjero; recursos públicos provenientes de programas asistenciales o de fomento productivo.
En términos sociales, el campesino no es una persona ni una familia; es una colectividad, con frecuencia un gremio y, cuando se pone en movimiento, una clase. Un conglomerado social en cuya base está la economía familiar multiactiva pero del que forman parte también y por derecho propio, quienes teniendo funciones no directamente agrícolas participan de la forma de vida comunitaria y comparten el destino de los labradores. Porque los mundos campesinos son sociedades en miniatura donde hay división del trabajo, de modo que para formar parte de ellas no se necesita cultivar la tierra, también se puede ser pequeño comerciante, matancero, fondera, mecánico de talachas, partera, peluquero, operador del café internet, maestro, cura, empleado de la alcaldía… Cuando en el agro hay empresas asociativas de productores, son campesinos sus trabajadores administrativos o agroindustriales, sus técnicos, sus asesores… Y si los pequeños productores rurales forman organizaciones económicas, sociales o políticas de carácter regional, estatal, nacional, o internacional, se integran al gremio o a la clase de los campesinos, los cuadros y profesionistas que animan dichos agrupamientos, cualquiera que sea su origen.
Las mujeres de la tierra han sido por demasiado tiempo una mirada muda, un modo amordazado de vivir la vida. Pero algo esta cambiando: lo que fuera privado y silente se va haciendo público y alzando la voz. No sólo sale a la luz el exhaustivo trajín de las rústicas, también emerge poco a poco su filosa percepción de las cosas. Una cosmovisión que descentra la hasta ahora dominante imagen del mundo propia de los varones. Y si ya eran muchos los rostros campesinos, hoy es patente que son más pues hay que añadirles la mitad silenciada del agro: los rostros de las mujeres rurales antes ocultos tras la burka virtual del patriarcado.
Además de economía y sociedad, campesinado es cultura, de modo que el talante espiritual de los rústicos se trasmina de manera sigilosa o estentórea a ámbitos sociales distantes del agro y que a primera vista le son ajenos. Así, mucho hay de campesino en las redes de protección de base comunitaria y con frecuencia étnica, que establecen los migrantes transfronterizos. Mucho hay de comunidad rural en la intensa vida colectiva de los barrios periféricos, asentamientos precarios y colonias pobres de las grandes ciudades. Mucho hay de rústico en el cultivo de la familia extensa y el compadrazgo como sustitutos de la dudosa seguridad social institucional. Mucho hay de sociedad agraria en el culto guadalupano y la veneración por las terrenales madrecitas santas; como lo hay en la tendencia a combinar tiempos de austeridad y momentos de derroche, que remite a la sucesión de períodos de escasez y de abundancia propia de la agricultura; como lo hay en el pensamiento mágico, en el ánimo festivo y celebratorio, en el fatalismo…
Y es que al irse erosionando el cimiento socioeconómico de su reproducción como involuntario mediador entre el capital y la naturaleza -función sistémica que en ciertos lugares y momentos los campesinos representaron y aun representan- estos se desgajan y se dispersan. Pero los paradigmas societarios fraguados en su hábitat rural durante siglos no necesariamente se pierden sino que se incorporan al equipaje cultural de la diáspora y reverdecen en otros ámbitos, como parte sustantiva de las estrategias solidarias y comunitarias de sobrevivencia que demanda una proletarización precaria y discontinua, que es lo que por lo general espera a sus portadores. Desarticulada la base material que soportaba su potencial conformación como clase rural, el campesinado persiste como aroma cultural, como herencia de un ethos desarraigado pero vivo. Sin perder de vista que los efectos políticos de esta preservación ex situ de la campesinidad son distintos de los de orden clasista que sólo florecen en su hábitat originario y en relación con sus proverbiales antagonistas rústicos.
No sólo el campesino de aquí es distinto del de allá, sino que no es igual el campesino de ayer que el de hoy que el de mañana. Ahora bien, esta pluralidad ¿de dónde? Yo percibo dos orígenes: uno en los modos diversos de relacionarse con la también ecodiversa naturaleza, que se expresan en multiplicidad de patrones tecnológicos, productivos, societarios y simbólicos, otro en las modalidades oblicuas e inestables con que los campesinos se insertan en el sistema mayor, de las que resulta un polimorfismo socioeconómico extremo que va del trabajo a salariado al autoconsumo, pasando por la agricultura comercial ocasionalmente asociativa.
Serán sus compartidos queveres con la tierra y será que a todos esquilma el sistema, pero el hecho es que -aun si tan diversos- hay en los campesinos un cierto aire de familia. Y en momentos cruciales, cuando la identidad profunda emerge alumbrando convergencias, rebeldías y movimientos multitudinarios, los multicolores hombres y mujeres de la tierra devienen clase, una clase sin duda heterodoxa, pero no por ello menos cohesiva, menos visionaria, menos clase.